YO
FUI UN ESCLAVO DEL TABACO
Terenci Moix (publicado en El Pais el 04 de junio de
2000)
Al
doctor Juan Ruiz Manzano. Gracias. He estado a punto de morir con la gentil
colaboración de Tabacalera Española. Puedo hacer esta afirmación con absoluta
certeza porque he sido fiel a los productos nacionales desde 1957. El consumo
salvaje de las marcas Celtas y Ducados me permite afirmar que los asesinos
hablan mi idioma. Tampoco hay duda al respecto al color: es negro, negrísimo,
color culpa. Cuando he residido en el extranjero han sido Gitanes, y Gauloises,
con la aportación decididamente cutre de los Nazionali cuando viví en Roma. Y
todos en cantidades tan ingentes que justifican el título de este artículo, al
estilo de “Yo fui una madre soltera” o “Yo fui un Frankestein adolescente”. O,
siguiendo con el cine: “Me llamo Lillian Roth y soy una alcohólica”. Así, pues,
confesión pura y dura.
Descartando
los factores obvios sobre los que inciden razonablemente todos los escritos
contra el tabaco, sí quisiera esgrimir mis derechos al récord de tabaquismo; y,
puesto que me había sido diagnosticado un enfisema pulmonar en grado avanzado,
mis aspiraciones al Guinnes de la estupidez. Cuando para suerte mía fui a caer
en manos de la doctora Dolores Sorribes, con su excelente sistema Fumafín para
dejar de fumar, contabilizamos el alcance de mi suicidio con las siguientes
cifras: unos 70 cigarrillos diarios, durante doce meses, daban aproximadamente
más de veinticinco mil cigarrillos al año. Esto en 1999. Calculen cuarenta años
fumando y salen mas de diez millones de cigarrillos.
Estamos
hablando, naturalmente, de una compulsión, pero en lenguaje llano puedo
llamarlo obsesión, delirio y hasta locura. Sólo con epítetos un tanto
desorbitados puedo calificar a los alucinantes momentos en que intenté
desengancharme. Y esto en una época en que el enfisema ya había convertido mi
caso en cuestión de vida o muerte. Vértigos, estados de histeria,
alucinaciones, agresividad, eran algunos peldaños que me hacían subir
directamente a la desesperación. Tales reacciones me hacían ver que casi cuarenta
años de tabaquismo habían hecho su efecto. No era una constatación demasiado
útil. El reconocimiento de un fallo y su enmienda no siempre van juntos; sobre
todo cuando la adicción es tan traidora como para aportar a cada causa su
justificación; sus coartadas a menudo múltiples. La primera de ellas: “Si no
dejo el tabaco es porque no quiero. Y, después de todo, siempre hay tiempo para
hacerlo”.
Pero
el tiempo transcurre, las facultades menguan, la basura va invadiendo los
pulmones, al final los devora y la dependencia crece hasta convertirse en una
esclavitud. Lo mas lógico es reconocer de una vez que me he convertido en una
piltrafa, per los Ducados pueden mas. Pertenezco a la raza de fumadores que
quieren dejarlo…. sin quererlo dejar. Con mi enfisema debidamente diagnosticado
continué consumiendo el veneno y reduciendo mi calidad de vida al mínimo, por
no decir a la nada absoluta. Nunca faltaron excusas. ¿Cómo iba a escribir una
sola página sin mis aliados, los cigarrillos? Pero los Ducados no me han
convertido en Joyce. ¿Cómo hacer el amor sin aspirar después, una calada, como
hacían las heroínas de la nouvelle vague? Pero no se me presento la
oportunidad, porque gracias al tabaquismo entré directamente en la impotencia
sexual, con el consiguiente deterioro de mis relaciones de pareja. Pero seguí
prefiriendo los Ducados a un acto de amor, y al cabo los preferí a la
posibilidad de caminar. Tanto es así que el pasado año, tuvo que llevarme un
coche desde el hotel Ritz al Museo Thyssen, donde daba una conferencia. No
podía cruzar el paseo del Prado, pero de mis tres paquetes de Ducados no me
apeaba ni el dios Neptuno, testigo de aquel dislate.
En
tales circunstancias, no podía recurrir a las frases estilo “virgencita mía, ¡que
cruz me has mandado!”; y no podía porque la cruz me la busqué yo, aunque no sin
ayuda. A los dieciséis años recurrí al cigarrillo como tantos otros: no para
hacerme el macho -comprenderán que esto siempre me importó un pito-, sino como
forma de distinción social, aprendida en la moda y, desde luego, en los dioses
del cine; pero las tabacaleras todavía no me alertaban con esa astuta
advertencia que adornarían las cajetillas muchos años después, cuando ya era
demasiado tarde: “El tabaco perjudica seriamente la salud”. Santo aviso, pero
ambiguo. El tabaco entraría a formar parte de las múltiples cosas que pueden
dañar la salud en mayor o menor grado, pero nunca, en anuncios o cajetillas, he
leído que los cigarrillos CREAN ADICCIÓN. Y es aquí donde los fumadores
perjudicados estamos en el derecho de exigir responsabilidad y de acusar a las
tabacaleras de criminales.
Porque
no es cierto, como han escrito recientemente algunos compañeros, que el fumador
pueda dejar de fumar de la noche a la mañana; no es cierto que se trate de un
simple problema de albedrío. La adicción es la trampa mortal. Y lo es en un
grado que no he conocido en cosa alguna. Como mucha gente de mi generación -los
blessed sixties- yo fumé hierba en cantidades adecuadas, le di a los hongos, al
peyote y un poquito al LSD. En resumen, cosas ideales para escuchar a Ravi
Shankar y comer membrillo. ¿Por qué olvidé la hierba y todo lo demás -Ravi
Shankar incluido-, y en cambio los Ducados han permanecido a mi lado, año tras
año, día a día, minuto a minuto? ¿De que poderosa materia estaban hechos esos
diablillos como para irme convenciendo de que eran amiguetes cuando, de hecho,
eran mojones en mi camino hacia el desastre?
Son
mas poderosos que cualquier droga, pues mientras me convertían en adicto, en
obseso, en esclavo, me hacían creer que me estaban ayudando. Pero ¿a que? Los
problemas, cualesquiera que fuesen seguían existiendo aunque los disfrazase
tras una cortina de humo. Mas aún: generaban un nuevo problema, que no era sino
el reconocimiento de mi irresponsabilidad. Si no fumaba caía en la
desesperación; si fumaba me desesperaba por ceder. Y a fe que intenté dejarlo
por todos los medios aconsejados: libros de ayuda, acupuntura, ondas
electromagnéticas, parches de nicotina, pastillas, boquillas… Sólo que faltaba
lo mas importante: la decisión verdadera, asumida, de querer dejarlo realmente.
Los cojones que Tabacalera me había arrebatado.
Mientras,
el enfisema seguía su curso. Y el tabaco también. Una pintoresca pulmonía doble
vino a completar el cuadro. Y a mayor peligro, más tabaco.
Enlazo
con el principio: he visto a la Muerte cara a cara. No era como la de Ingmar
Bergman, negra, ni como la de Woody Allen, blanca. Era azul, como un paquete de
Ducados, y cada vez que en la clínica me agujereaban venas y arterias para
introducirme sueros o sondas, o yo que coño se, imaginaba que me estaban
incrustando cigarrillos. Después de todo es lo que había estado haciendo yo
mismo durante 40 años. En esta excursión a las fronteras del Mas Allá descubrí
el único final de la abominación, que no es otro que romper con ella a
rajatabla. Con ayudas pertinentes, llámense parches, pastillas, comidas -nunca
saboreada antes-, horas de sueño, lo que sea pero siempre como elección
inevitable.
Hace
ya tres meses de esta decisión, y la esclavitud al cigarrillo se me aparece
como algo lejano, como un engaño destinado a anularme. Y lo que mas me
maravilla es la rapidez de esta recuperación, la ausencia de sufrimiento -temor
tan importante para quienes quieren dejarlo-, la fácil eliminación de la
nicotina -otro de los temores más extendidos- y, sobre todo, la insólita
sensación de serenidad derivada de una autoestima que se va acrecentando a
medida que pasan los días. ¡Esas sobremesas sin cigarrillos, cuando siempre
pensé que serían el momento mas delicado! Y esos mil actos que no podía
efectuar sin ir fumando y que ahora cumplo tranquilamente. Sin añoranzas, sin
recuerdos. No digamos ya el percatarme de que, en esos noventa días, mi cuerpo
ha dejado de consumir mas de seis mil cigarrillos. También el lujo de permitir
que los demás fumen a mi lado, sin inmutarme, porque entre las cosas que no
pienso hacer es convertirme en flagelo de fumadores; o sea, dictador de la
salud ajena.
Me
siento muy orgulloso de mi mismo, pero al mismo tiempo me tengo por estúpido
por no haberlo dejado antes. Y es que el deterioro ha sido inexorable. Por mas
que haga a partir de ahora, seguiré viviendo con mis facultades
considerablemente disminuidas. Ninguna reforma conseguirá devolverme el trozo
de pulmón que me falta, por no hablar de deficiencias cardiovasculares,
sexuales y algunas bendiciones más. Mi falta de voluntad me ha convertido en un
medio hombre. Y todo gracias a Tabacalera Española, que me presentó a mis
asesinos cuando tenía la tierna edad de dieciséis años y no estaba en
condiciones de reconocer los variopintos disfraces de la Muerte.